martes, 27 de noviembre de 2007

Las mujeres casi perfectas

A mí me gusta lavar los platos. Me entretiene y me tranquiliza. Ver cómo la grasa se va derritiendo sobre la porcelana hasta resbalar por completo y dar lugar a una blancura radiante es para mí como una contra-neurosis que me genera una satisfacción colosal.
También me deleito de esa forma cuando hago labores de limpieza más tortuosas, como despegar pedazos de pollo quemado de una fuente con una virulana y hectolitros de cif.
Ahora, si hay algo en esta vida que me dan ganas de atiborrarme de psicofármacos hasta caer muerta sobre una piedra del tamaño del Aconcagua, cuya punta se me clave en lo profundo de la nuca hasta destrozar todos mis nervios motores al tiempo que un ave de carroña se abalanza sobre mi cuerpo desmoronado y me pulveriza las vísceras, es lavar cubiertos. Tomar cada tenedorcito, cucharita y cuchillito, y frotarlos uno por uno hasta arrancarles toda la suciedad como luchando contra un enemigo de 1/5486534 de mi tamaño es algo que invariablemente hace que me sienta un pelotudo. Así, con "o", pelotudo.

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