martes, 29 de julio de 2008

Espacios vacíos

Por estos días me está pasando algo raro. Resulta que yo soy una adicta confesa a la ropa barata. Si voy caminando y veo en una vidriera una prenda barata, basta que me guste un poquitito para ir y comprarla. Y cuando digo barata me refiero a REGALADA, a un precio ridículo, a una patada en los huevos a la relación costo beneficio. Ni siquiera me conformo con las liquidaciones de marcas conocidas: a mí lo que me genera un placer supremo es revolver los canastos de ropa rota, las ferias americanas con olor a humedad y los negocios del once, y responder a un posterior elogio a mis adquisiciones diciendo "lo pagué cinco pesos" es la frutillita del postre. Porque ese es uno de mis pocos talentos: encontrar ropa sacada de una pocilga a precios irrisiorios que encima parece buena y cara y que después todos me admiran, y que cuando escuchan el precio se caen de culo.
Pero, decía, me está pasando algo raro. Me doy cuenta de que tengo más cantidad de ropa de la que necesito para vestirme al menos durante todo el próximo lustro. Miro mi placard y hay cuatro sacos en cada percha, y los estantes rebalsan de remeras de todos los colores y texturas. Además no tengo nunca la crisis del qué me pongo, entre toda esta cantidad de trapos divinos siempre encuentro algo que me doy cuenta que hace un año y medio que no uso y me lo pongo, y así me siento de estreno todos los días. Entonces, lo que ocurre es que ya no siento esa compulsión que sentí durante muchos años de abalanzarme sobre canastos y ferias y once. Cuando veo algo que me gusta, la mayoría de las veces pienso que ya tengo algo parecido, o que no me muero por tenerlo, o sin ir más lejos me desanima pensar que no va a entrar en el armario, y si en cambio me lo compro la euforia no es ni remotamente la misma que cuando antaño.
Y puede parecer una pavada, pero lo que siento con eso es que perdí el único vicio que tenía. Hay muchísimas cosas que disfruto a pesar de no corresponderse con el pundonor al que aspira un devoto, en las que incluso gasto más de lo que estrictamente me es posible, pero ninguna me vuelve víctima de mortales pulsiones de tipo irracional y festivo tanto como aquella. No soy adicta al cigarrillo, ni a la comida, ni al chocolate, el helado, el alcohol, los tratamientos anticelulitis, la lencería, la farándula, el bingo. No me queda más nada que me haga sentir esa culpa tan dulce que sigue a una acción deliberada, ni que me permita tapar impunemente cosas que no andan bien en mi vida o gastar todo mi sueldo en veinte minutos sin rendir cuentas a nadie.
Recién ahora que no lo tengo reconozco cabalmente el enorme privilegio que implica el vicio para quien lo alberga. Es por eso que me comprometo, con doloroso anhelo en mis redaños, a encontrar uno nuevo tan pronto como sea posible.

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